La memoria del olvido

Una mujer se despierta en la playa. Sus ropas están manchadas de sangre. No recuerda cómo llegó allí. No recuerda nada.
Pronto se refugiará en una casa de playa donde conocerá a otros que sufren la misma pérdida de memoria.
Entonces encuentran un cadaver en un closet.
¿Hay alguien intentando matarlos?
¿O uno de ellos es el asesino?
¿Cómo se relacionan entre ellos?
¿Por qué, a pesar de carecer de memoria, sienten estas emociones de amor, odio y desconfianza entre ellos?
Una novela de misterio e intriga, con giros inesperados que le mantendrán adivinando hasta su desenlace.

Las reseñas de este libro son excelentes;

Un poco del comienzo de la novela:

Lo peor de vivir es tener que recordar…

Estas fueron las primeras palabras en mi mente cuando desperté en la arena, manchada de sangre y sin memoria de cómo llegué allí.

De pronto no me percaté de mi extraña amnesia. Mi sentía confundida, como cuando pernoctas en casa ajena y despiertas en la oscuridad, habiendo olvidado que estás en otro lugar. Me arrodillé en la arena, y miré el mar que estaba a pocos metros delante de mí y que se extendía hasta una línea indefinida por la cual se asomaba el sol. El mar me llenó de miedo, pero a la misma vez me cautivaba el rugido de las olas y el color del agua. Eso fue lo primero que intenté recordar: Si me gustaba la playa o si la detestaba. Sentía fascinación y repugnancia por el mar, y no logré ubicar un recuerdo que esclareciera mis emociones. Entonces pensé sobre mi llegada a este lugar. Tampoco lo recordaba. Alarmada, busqué mi nombre en la memoria. Nada. Ahí supe que sufría amnesia.

Comencé a buscar pistas en mí misma. Lo primero que encontré fue una enorme mancha de sangre en mi blusa. Estoy herida, voy a morir, pensé, y con horror desabotoné la prenda. No tenía herida en mi cuerpo. La sangre no era mía. Estaba cerrando mi blusa cuando noté una copa de vino justo a mi lado.

La copa estaba vacía, solo restaban unas gotas. Una gota en la lengua me comprobó que era vino tinto. Merlot, pensé. No entiendo cómo la mente puede recordar el sabor y olor del vino, pero ignora mi propio nombre. La memoria, aun en pleno funcionamiento, es una majadera. Eso tampoco lo olvido.

A lo lejos, escuché unos golpes y una voz de mujer pidiendo ayuda. Fue un sonido distante y breve. Podía haberlo imaginado. Miré detrás de mí. Ahí estaba la casa.

Era una casa de playa de dos pisos, de aspecto lujoso, indicado por el color brillante y fuerte de madera costosa. Los balcones y ventanas tenían terminaciones decorativas que solo interesan a quien puede malgastar dinero. Las palmeras que le rodeaban no eran crecimientos silvestres, sino ejemplares exóticos de elegancia y vanidad. Un par de puertas estilo francesa miraban en dirección al mar. Las puertas estaban abiertas.

De nuevo escuché los golpes y los pedidos de auxilio. Venían de la casa.

Me acerqué con miedo a lo desconocido, pero empujada por la certeza de que conocía ese lugar. ¿Sería mi casa? Cuando pasaba entre las palmeras, noté una hamaca instalada en solo uno de sus extremos, con una sólida soga amarilla rodeando uno de los altos tronco.

De nuevo el grito. Ahora distinguí las palabras: “Sáquenme de aquí”.

Miré hacia un balcón del segundo piso. Donde debían estar las puertas, había dos enormes paneles de madera. Mirando bien, eran de metal pintado para simular madera en combinación con la vivienda. Paneles contra robos y huracanes. Eso significa que la casa estaba cerrada y la abrieron hoy, o hace poco. Escuché otra vez los gritos, y ahí pensé que quizás los paneles tenían la intención de evitar que alguien escapara.

Debo ayudar; o quizás debo huir. ¿Por qué estoy aquí? Pensé en que estuve atrapada, pude escapar, tropecé y caí inconsciente, y solo llevo unos minutos desmemoriada. Pero no. Aún cargaba la copa de cristal. Aunque no tenga memoria, sé que soy una persona educada y con modales, pero no tan fina como para correr por mi vida mientras me tomo una copa de vino.

Entré a la casa. El desorden no combinaba con el exterior de la vivienda. Había arena esparcida por el piso. Las puertas debieron estar abiertas toda la noche, permitiendo que el viento granizara todo el piso de oscura madera. Me puse dos zapatos de mujer que estaban junto al umbral. Se acomodaron a la silueta de mis pies. Eran míos.

Aprecié el espacio. Todo estaba combinado en el mismo espacio: recibidor, sala, comedor, y hasta la cocina, marcada por un mostrador que le separaba de la pequeña mesa de comedor sobre la cual había una botella de vino, y tres copas con aspecto de usadas, justo como la que tenía en la playa.

“¡Se los ruego! ¡Sáquenme de aquí!”

La voz provenía de la segunda planta.

Debo pedir ayuda.

Busqué un teléfono celular en mis bolsillos. Nada. No tengo nada.

Me acerqué a un mueble cerca de la entrada, que tenía un enorme espejo. Me miré y me reconocí, lucía mucho más vieja de lo que pensaba ser. Creía ser una jovencita, pero lo que veía era una mujer de unos 35 años, con el pelo largo y oscuro, facciones sin alegría, y una marca morada en el cuello. Me llevé los dedos al moretón y descubrí que dolía al tacto.

El mueble del espejo era el tipo de pieza impráctica que solo sirve para poner decoraciones innecesarias y marcos de fotos, aunque no había nada de eso. Allí estaba un rollo de soga amarilla, con la que debían terminar de instalar la hamaca. Muy cerca había una botella inusual, como un tubo de guardar pesetas, con tapa de rosca. Tenía unas gotas translucientes dentro.

Esto me hizo mirar un punto del piso de la sala, y ahí fue que vi la sangre.

Sentí fue un dolor inmenso, el tipo de dolor que, sin ser del cuerpo, logra doblegarlo.

“¡Auxilio! ¡Por favor!”

No puedo encarar a nadie.

Hay sangre en mi ropa.

En el respaldar de una silla había un abrigo. No podía asegurar si era mío: El diseño podía ser de hombre o de mujer. Me lo puse y cerré la cremallera con facilidad, cubriendo la mancha de sangre en mi ropa. Las mangas me quedaban demasiado largas; no era mía la prenda. Levanté los cuellos para tapar mis marcas. Revisé los bolsillos. No encontré teléfono celular; solo una llave solitaria, sin llavero, sin aspecto de nada, ni de cerradura o de vehículo.

“¿Hay alguien ahí?”

El grito me hizo mirar hacia las escaleras, y mis ojos tropezaron con algo que me aterrorizó.

(Alexis Sebastián Ménde, derechos reservados)

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La memoria del olvido – Bad Abelardo

La Memoria Del Olvido: Cuatro personas sin memoria. Un cadáver inesperado. (Spanish Edition): Méndez, Alexis Sebastián: 9781080059621: Amazon.com: Books

José Brocco, Lynnette Salas e Ivonne Arriaga en la versión teatral de la obra

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