Una historia de crueldad y cobardía
La vida misma
Una historia de crueldad y cobardía
Por: Alexis Sebastián Méndez
Advertencia: Esta columna incluye tensión, dolor, angustia, abuso, crimen, y el uso innecesario de la palabra “escroto”. Quedan advertidos.
Se metió un ratón en mi casa.
Descubrí esto temprano en la noche. Estaba en la cocina, miro hacia el piso a mi derecha (por razones misteriosas, quizás fue un movimiento involuntario para acomodar el escroto), y allí lo veo: Un ratón negro, del tamaño de un pitufo, sentado sobre sus patas traseras mientras me mira, como una paloma que espera de migajas, como un perro a tu lado en la mesa, como un escroto en forma de ratón mirón.
La escena parece sacada de los muñequitos. No piense que, al igual que en los dibujos animados, me trepé en una silla a gritar. No tenía ninguna silla cerca. Ya que no hay testigos, aseguraré que no grité. Pero algún sobresalto debe haber percibido el roedor, pues comenzó a correr. Le seguí, como en esas escenas de cine familiar, en que el perro llega hasta el humano, y éste rápido interpreta que el animal le está avisando de algún peligro y que debe seguirle. Corrí tras el ratón con la certeza de que no iba a mostrarme que “Timmy” había caído en un pozo y necesitaba ayuda. Fui tras el ratón para descubrir su escondite.
Se metió en un área que se encuentra dividida entre biblioteca (que es también salón para escuchar LPs) y “family” (un “family” es un área de los hogares usada para ver televisión y no tener que interactuar con la familia). Cuando entré, ya lo había perdido de vista, entre libreros, muebles, discos de vinil. escrotos y otras cosas más.
Ahora me dirigía a una confrontación peligrosa. Según lo que aprendí sobre los ratones durante mi niñez, y refiriéndome a fuentes confiables (William Hanna y Joseph Barbera, 1940), estos animales se esconden en rotos en la pared, donde residen con muebles construidos con desperdicios de la casa, como cajetillas de fósforos vacía y carretes sin hilo de coser. Intentar sacarlos con un rifle es inútil, pues el cañón del arma sobresaldrá por otro roto –a tus espaldas– en la pared, y terminas disparándote en el escroto (apuesto que pensaban que escribiría “culo”, pero no; el tiro suele ser un poco más bajo).
Así que escondí la dinamita, la plancha, la bola de bowling y otros de los artefactos que los ratones usan en su instinto de supervivencia. Iría de inmediato al mejor negocio con artefactos para exterminio de plagas. Bueno, por la hora, como se imaginarán, pues terminé en Walgreens.
Las alternativas que conseguí se dividían en tres principales;
Veneno: Esto es lo que se conoce como el “tres pasitos” que, si la memoria no me falla, era un comediante en “La tremenda corte”.
Hay dos problemas con dejarle veneno a los ratones. La primera, es que no tienes control de dónde muere, y puedes terminar con peste a animal descompuesto por toda la casa. La segunda es que, me echo a la boca cualquier comestible que esté tirado en el piso. Hay una regla que la gente sigue que es “si ha estado cinco segundos o menos en el piso, todavía se puede comer”. En mi caso, no ando con un cronómetro midiendo el tiempo que lleva cada pedazo de comida en el piso, y por eso no discrimino. Puedo olvidar el asunto de la rata, encontrar un desecho de veneno dos años más tarde, y pensar “esto se ve fresco”, metérmelo en la boca y después morir en algún rincón lo suficientemente oculto como para apestar la casa con mi descomposición.
Trampas: Aquí prevalecen las clásicas ratoneras. Las mismas requieren una carnada para atraer a la rata. Las tres recomendadas: queso, mantequilla de maní y chocolate. Esto coincide con mis tres alimentos predilectos, demostrando, ya sin dudas, que soy una rata. El problema es que, en unos años, me encuentro la trampa con mantequilla de maní y, con lo torpe que soy, me pillo el escroto.
Pega: Esto fue lo que escogí, así que abundaré en esto.
Las trampas de pega son unas bandejitas negras y rectangulares, parecidas a las que usan para servir el sushi. Tienen un pegamento donde el animal queda atrapado. La parte humana es que no matas el animal con la trampa, sino que lo atrapas vivo. La parte inhumana es exactamente la misma, como pronto descubriría.
Compré el set que trae dos bandejas. Dejé una detrás del sofá del “family”, y otra debajo de uno de los libreros. La noche siguiente, me asomé –con cierto miedo infundado que no puedo explicar– y noté un cuerpo en la trampa de la biblioteca, con unos detalles claros que formaban las patas y la cola. Había atrapado al ratón. No se movía. Quizás murió de un infarto en su lucha por librarse, pensé. Muerte natural, no cuenta como asesinato.
No iba a acercar mi mano. Vi suficientes películas de “Jason” para saber que no hay tal cosa como un villano muerto. Me alegro haber desconfiado, pues cuando empujé la bandeja (usando un palo de escoba, claro), el animal comenzó a chillar frenético, con aparente entusiasmo, algo así como cuando “Timmy” descubre que podrá salir del pozo porque “Lassie” ha conseguido ayuda.
El ratón, que estaba pegado sobre su costado, me miró de reojo, y pude traducir sus chillidos: “¡Gracias! ¡Vienes a ayudarme!” Pude ver la gratitud anticipada en su mirada. Hubo un momento de contacto entre dos espectros de la naturaleza, entre dos mamíferos que coinciden en el caos entrópico de la existencia. Ahí cambió de expresión, pues notó que mi mirada decía: “Tengo que buscar en Google a ver qué carajo hago”.
El dilema es el siguiente: No puedo botar en el zafacón a un animal vivo. Tampoco voy a matarlo mientras está atrapado. Sentí peso en mi consciencia, y busqué queso, mantequilla de maní y chocolate. Me comí todo y me sentí mucho más tranquilo.
Busqué la información en Google. Me indicaban que buscara aceite de cocinar. ¿Qué? En todo caso, uso el “air fryer”. Pero no, no había que calentar al ratón. Las instrucciones indicaban que fuera suavemente frotando el cuerpo del animal, usando el aceite, hasta liberarlo de la trampa. Lo lamento, pero no estaba dispuesto a darle un masaje al ratón. Una cosa lleva a la otra, y no confío en la solidez de mis inhibiciones.
Terminé mi investigación en las redes. El animal me miraba paciente, confiado. Pensé en esta mala idea de la trampa de pega. Recordé entonces la segunda trampa. La busqué detrás del sofá. Me acerqué hasta el ratón atrapado, y no tolerando más su posición de mártir, lo cubrí con la otra bandeja de pega, como si se tratara de un sándwich. Inmediatamente, el ratón comenzó a chillar, en lo que interpreté como: “Wtf? ¿En serio? ¿EN SERIO?”. Era como si “Timmy”, después de esperar tanto por “Lassie”, descubre que el perro ha venido a morderle el escroto.
Decidido, busqué el recogedor, y metí el emparedado de roedor dentro de una caja de zapatos, y la caja dentro de una bolsa plástica a la cual hice 18 nudos, y esa bolsa la metí en otra bolsa, la cual cerré en dirección opuesta a la anterior, pero con igual grado de nudez.
Mi problema no había cambiado. No iba a tener ese animal gritando y muriendo lentamente en mi zafacón. Lo lógico era dejarlo en otro zafacón.
Así que, como una de esas series de asesinos múltiples que pasan por Netflix, me metí en mi carro, con la cabeza del inquilino –digo, el ratón– en una bolsa a mi lado. Conduje en la noche, hasta que encontré lo que buscaba: uno de esos contenedores gigantes de basura que usan los negocios. La tapa estaba abierta. El lugar era oscuro. No había testigos visibles.
Tiré la bolsa, con el ratón, dentro del contenedor de basura de un Taco Bell. Escuché sus gritos, los cuales pude traducir: “¿Qué es esto? Espera… ¿Esto es Taco Bell? ¡Tú me tienes que estar jodiendo! ¡No tienes alma! ¡Ni los ratones comemos aquí! ¡No te vayas!”.
Muy tarde. Me alejé de la escena criminal, con el alivio de quien se ha deshecho del cuerpo del crimen, pero con la angustia de un inocente que abandona a un amigo en necesidad.
Pasaron varios días, y siempre recordaba al misero ratón. ¿Seguiría vivo? ¿Qué clase de bestia deja a un animal morir de forma lenta? ¿Y encima en Taco Bell? ¿Cuánto sufrimiento somos capaces de causar a seres vivientes, solo por conveniencia?
Lo que descubrí es que muchas de nuestras acciones crueles están iniciadas por la cobardía. ¿De qué sirve creerme valiente, si voy a esquivar acciones difíciles que librarían a otros de sufrimiento? De cada experiencia, se obtiene un aprendizaje, y con esto he descubierto que solo hay una palabra para describir a la gente como yo: Escroto.
Alexis Sebastián Méndez ©
23 de mayo de 2024
