Mi última tanda en el Roosevelt

 

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Mi última tanda en el Roosevelt

Por: Alexis Sebastián Méndez

Había un tumulto frente la taquilla del cine Roosevelt, y el tema en discusión me concernía: Sin aviso, habían aumentado el precio del boleto. La entrada de menores ya no sería 50 centavos, sino 75 centavos. Al final, todos aceptaron sin remedio el cambio. Por un lado, seguía siendo una ganga ante salas de estreno que cobraban 3 dólares en aquellos tiempos. Además, nadie quería perderse la famosa película “Rocky”. La sala se llenó, y todos gritamos y aplaudimos, aunque ya, desde antes de entrar, sabíamos que “Rocky” iba a perder.

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El Roosevelt no presentaba películas de estreno, como ocurría con muchos llamados “cines de barrio”. Algunos, ofrecían “doble tandas”, que solían consistir de una película popular y alguna producción de relleno. Otros, como el Cine Roosevelt, presentaban una película distinta cada noche entre lunes a miércoles (filmes que ya habían tenido su corrida tres o cuatro años antes), y entre jueves a domingo, una película “de estreno” (el itinerario era tan variado, que en las visitas al cine, te llevabas una hojita con el programa de la semana siguiente). Este “estreno” se había presentado en las salas de “verdadero estreno” unos seis meses antes.

Cuando vi “Tiburón” (para ustedes: “Jaws”), ya sabía quién moría. En “Infierno en la torre” (para ustedes: “The Towering Inferno”) ya anticipaba el catástrofe del fuego llegando al último piso segundos antes que estallaran las reservas de agua. Así que, cuando vi “Rocky” (para ustedes: “Rocky”), ya conocía de su triste desenlace.

Era el precio del boleto para un boleto por menos precio.

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Brindemos un poco de perspectiva.

En los años 70, solo teníamos cuatro canales de televisión (2, 4, 7, 11). El Cable TV apenas comenzaba, consistía de unos ocho canales, y además se consideraba solo accesible para personas pudientes. No había club de vídeos. Si quería ver una cinta en televisión, debías esperar unos cinco años, y aceptar que la editaran.

Por tanto, si se te pasaba una película en el cine, perdías la oportunidad de disfrutarla (al menos, en su forma original). Algunas películas exitosas regresaban como “estrenos” muchos años después de su corrida original (antes de los VHS, los clásicos de Disney, como “Blancanives”, “Pinocho” y “Los Aristogatos” regresaban cada siete años). Fue así como conocí la película que me sumergió en el vicio del cine.

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Estimo que mi amor por el cine Roosevelt (y por el cine en general: soy libretista, guionista, y por casi una década fui el crítico de cine del periódico Primera Hora) comenzó en 1971, cuando tendría unos cinco años de edad. La película era “It’s a Mad Mad Mad Mad World” (1963), una comedia con casi tres horas de duración. El filme incluye mucho humor visual (carros que caen, gente que se golpea, y un desenlace que castiga físicamente a casi todo su elenco de estrellas), por lo cual la disfruté, aunque no pudiese leer subtítulos. En ocasiones visitaba el lobby, donde tenían ocho fotos de escenas de la cinta (algo muy habitual por décadas), y me entretenía identificando si la escena ya había ocurrido.

Cuando llega el final absurdo de la película –una decena de hombres alocados por la posibilidad de una fortuna, se trepan a la vez en una escalera de bomberos que no resiste tanto peso– estuve riendo tan escandalosamente, que mi hermano mayor me ordenó que me callara.

Fue una noche estupenda. Gracias al cine. Y al Roosevelt.

Ejemplo de lobby card

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El cine Roosevelt nació el 7 de noviembre de 1944, con la película “Destroyer” de Edward G. Robinson (nombre que repetiremos, pero de manera muy distinta). Entonces fue parte de los cines Cobian (aunque después pasó a dueños independientes, pude por muchos años ver el nombre de “Cobian” escrito en mosaicos en el piso frente la entrada, al igual que “con aire acondicionado”).

El Roosevelt ya era una sala con más de un cuarto de siglo de vida cuando se convierte en parte de mi vida. El cine Roosevelt está localizado en la urbanización del mismo nombre en Hato Rey, un grupo de varios bloques que se niega a abandonar su independencia de identidad. Roosevelt aún forma sus propias fiestas cada año, y tiene su propia plaza.

En aquellos tiempos, la urbanización Roosevelt contaba con tiendas de todo tipo. Había dos supermercados: El “Conchita”, y otro frente la plaza que se llamaba “La Cadena”. Muy cerca estaba el dúo de barberos Don Anselmo y Cheo. El primero era parodiado por Yoyo Boing, quien vivía en calle cercana, y lo imitaba en televisión. Los de Roosevelt lo reconocíamos. Había escuela bilingüe, escuela pública, y escuela católica. Farmacias como “La Monserrate” y “La Merced”. Hubo hasta una tienda de mascotas llamada “La Jungla”.

En Roosevelt teníamos de todo, aunque sin lujos. Nuestro lujo mayor era que teníamos nuestro propio cine.

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Esto no significa que ir al cine era tan fácil. Mi padre me exigía que fuera acompañado. Esto me limitó más de lo que deseaba.

La mayoría de las veces, acompañaba a mi hermano mayor, pero solo interesaba películas de acción (para mi suerte, aquí caían las películas de los “Trinity”). Recuerdo que estuvo mortificado cuando, por insistencia de mis padres (que lo hicieron por insistencia mía), tuvo que llevarme a ver “Return of the Pink Panther”.

Mi padre, por otro lado, era un hombre siempre preocupado, por lo que restaba importancia al tiempo de esparcimiento (el cual reservaba para las carreras de caballos). Casi todas sus salidas de cine las disfrutaba con mi hermano, ya que compartían gustos por las películas de maleantes callejeros recibiendo su merecido, en forma de “Death Wish” y “Dirty Harry”, filmes que me quedaban prohibidos por su clasificación “R”. Mis ansias por ver las películas de “Simbad, el marino” dependían de la piedad de alguno de ellos.

De todos modos, detestaba que mi padre me llevara al cine Roosevelt, porque siempre insistía en ocupar los asientos extremos justo frente la puerta de incendio que daba a la calle. O sea: tenía que ver la película desde el ángulo más extremo, y encima nos brillaba encima el letrero de “Exit”. No solo eso: nos íbamos del cine sin que la película se acabara, sin siquiera haber comenzado los créditos finales. “Vámonos, antes que se forme un tumulto”, decía antes que terminara de caer el tren por el puente en “The Cassandra Crossing”. Si algo puedo decir en defensa de mi padre, es que nunca nos quemamos en el cine, ni fuimos aplastados en una estampida.

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La mayoría de mis salidas al cine, las debo a amigos de la familia, que cargaban conmigo en sus visitas. Solo así pude disfrutar de “Young Frankestein”, “Earthquake” (pero sin el efecto de “Sensurround”), “The Man with the Golden Gun” (mi primera cinta de James Bond) y otras.

En una ocasión, fui con mi abuela materna, quien solo interesaba películas de Cantinflas. Fuimos a ver una comedia titulada “El Patrullero 777”. Era mi primera cinta del comediante mexicano, y la estaba pasando muy bien, hasta que siento que nos están haciendo sonidos para que hagamos silencio.

Miro hacia el lado, y veo lo que ocurre: Mi abuela se ha arrodillado, en el piso del cine, y se ha puesto a rezar. Nunca supe si fue que le vino un mal pensamiento a la mente, o si le estaba rezando a Cantinflas; todo es posible. Como sea, no le avisé para estrenos futuros.

Todavía recuerdo cuando logré la libertad: Mi padre me dejó ir solo al cine a ver “Smokey and the Bandit”. De ahí en adelante, fui libre –debo decir, casi libre– en mi relación con el cine, y con el Roosevelt.

Cantinflas, como el Patrullero 777, enterándose que hay una vieja rezando durante una de su película

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El cine Roosevelt era manejado por un amable caballero que después se convirtió en dueño, conocido por nosotros simplemente por su apellido: Solá.

El proyeccionista era un individuo rechoncho con rostro de Edward G. Robinson (les dije que lo volvería a mencionar), a quien todos llamaban “Piroño”. Creo que es un apodo fabuloso (si es que era un apodo). Si la cinta perdía foco, todos gritaban “¡Piroño! ¡Arregla eso!”.

Era un ambiente realmente familiar.

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Eran otros tiempos. El cine tenía área de fumar, detrás de la última fila, parado detrás de un acrílico. Siempre imaginé que fumaban Marlboro (“el cigarrillo de más venta en el mundo”), pues era el que mostraban en los comerciales del cine, mientras un vaquero maneja sus caballos con la música de “The Magnificent Seven”.

Antes de la película, pasaban supuestas noticias, que eran en realidad anuncios, como la fiesta de alguna compañía en que ellos mismos se premian; una especie de página de “sociales”.

En ocasiones, rellenaban con cintas cortas “educativas”, que eran filmaciones mudas en dominio público. Siempre recuerdo a un hombre que se puso unas alas y trató volar desde la Torre Eiffel. El cine explotó en risas cuando el morón aterrizó contra la brea. Si el infeliz supiera.

Siempre cerraban con una escena de gente caminando, por el Viejo San Juan, hacia la cámara, mientras se escucha una canción que decía “¡Grande! ¡Todo es grande, más grande en el cine!”, o algo así. Entonces venía un montaje de personas disfrutando de una película en el cine, incluyendo el obligado tipo que se sobresalta y se derrama el “pop corn” encima.

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Las tandas de cine eran a las 8:10 PM, y 50 años más tarde, lo siguen siendo. Considero que es perfecto. Las tandas de las 7 PM nos obligan a comer temprano y apresurado, a las 9 estamos condenados a terminar alrededor de las 11 de la noche. Los sábados había un matiné cerca de las 3 de la tarde, y los domingos había tandas corridas desde las 2 de la tarde.

Esto convirtió los domingos en mi día de cine. Antes se permitía entrar al cine en cualquier momento, y no vaciaban la sala al final, pues era común permitir a la gente que “empatara” la película si acaso había llegado a mitad (por alguna razón, cometíamos esa atrocidad). El asunto es que nos podíamos quedar y ver la película dos veces.

Así hice con “The Bad News Bears”, película que no sabía que repetiría  varias veces en el futuro. Esta comedia pertenece a los tiempos en que podías presentar películas con niños fumando.

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Otras ocasiones especiales ocurrían algunos sábados al mediodía. El cine era arrendado por escuelas o grupos que quisieran recaudar fondos, y pasaban alguna película pasada de fecha. A esto, agradezco disfrutar “Las locas aventuras de Rabbi Jacob” (una comedia francesa que fue muy popular, por una escena en una fábrica de goma de mascar), “The Bingo Long Traveling All-Stars & Motor Kings” (sobre un equipo de pelota de negros), y la mencionada “The Bad News Bears”. También recuerdo una película de karate doblada al español, que se titulaba “Venganza sangrienta”.

Otro momento de repetición de cine, ocurría durante Semana Santa. El filme predilecto del cine Roosevelt, para esta ocasión, era “Ben-Hur” (una película latosa, salvada por tener una de las mejores escenas de acción que se hayan filmado).

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Ya estaba mi rutina de cine. Tenía once años de edad, y aún no podía ver películas “R”, a menos que me acompañara un adulto. Convencí a mi padre a que me llevara a ver “The Gaunlet”, a lo cual accedió, posiblemente por la presencia de Clint Eastwood. Pero en una escena, unos maleantes intentan violar a Sandra Locke en un vagón de tren, y mi padre se puso histérico, y gritaba: “¡La van a violar! ¡La van a violar! ¡Cierra los ojos!”, mientras ponía una mano frente mi cara, la cual yo empujaba, porque me parecía una ridiculez alrededor de toda esa gente en el cine, aunque debo haber aparentado que me interesaba verle los pechos a la actriz.

Mis amigos ya hablaban de “Animal House” y cintas de “Cheech & Chong”, pero yo seguía bajo la prohibición contra la “R”.

Ya entraba a la adolescencia, ya ganaba mi propio dinero con mi ruta de periódico (por las calles de Roosevelt, por supuesto), y pronto entraba a otros intereses.

Para esa misma época, el cine Roosevelt también cambiaba.

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La llegada de los VHS en los 80, hizo innecesario que los cines dedicaran días a filmes pasados. Ahora el cine Roosevelt ofrecía la misma película durante los siete días. Tampoco había que esperar seis meses después de estreno; en un par de meses, ya la cinta estaba en nuestro cine de barrio.

El público habitual tenía ciertas expectativas sobre el tipo de película que se presentaría. Por ejemplo, era muy poco lo que se presentaba de horror. Nada de “Halloween” o películas de “Viernes 13”. Solo llegaban filmes de horror con actores reconocidos, como “The Omen” o “Carrie”, pero nada de esas producciones sangrientas de bajo costo.

Así mismo, a pesar de la abundancia de cine violento, existía un límite en cuanto al sexo en pantalla. En 1981 se presentó “Body Heat”, una película con Kathleen Turner y William Hurt, muy comentada por sus escenas explícitas de sexo. Cuando fui a ver la película, la habían cambiado por “Private Benjamin”, una aburrida comedia de Goldie Hawn. Los clientes del cine habían protestado al salir de las primeras funciones de “Body Heat”, y el cine prefirió proteger su imagen familiar.

Conociendo su público conservador, a todos nos sorprendió que en 1983 presentaran un filme llamado “The Meaning of Life”. A los cinco minutos, cuando un edificio se convierte en nave pirata, uno de mis amigos (para ese entonces, mis amigos de la adolescencia coincidíamos en la tanda nocturna del domingo), se paró y abandonó la sala. Media hora después, mientras un maestro tiene sexo con su esposa frente su clase de estudiantes aburridos, muchos más abandonaron el cine. Ya para cuando un hombre obeso come tanto que explota en vómito dentro de un restaurante, la sala estaba casi vacía, excepto por los amantes de la irreverencia. El cine Roosevelt me enseñó por primera al grupo Monty Python, y el poder de incluir lo estúpido con lo inteligente, lo casual con lo absurdo. Le debo al cine Roosevelt haber definido mi humor.

En 1984, el Roosevelt intentaba suerte con los estrenos. Todos estábamos impresionados de que ofreciera “The Muppets Take Manhattan” simultáneo al resto de los cines.

Ya estaba pronto a ir universidad, y el Roosevelt iba a desaparecer de mi rutina. Todos cambiamos, por lo visto.

Uno de los tantos momentos ofensivos en «The Meaning of Life»

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A veces, no cambiamos para bien.

Durante esos años de adolescencia, tomamos una actitud burlona contra quienes nos estaban brindando tantas noches inolvidables.

Cuando Solá intentaba ponernos en orden –adolescentes compitiendo en llamar la atención, lo peor que puedes esperar en una sala de cine– le llamábamos “Señor Rajuela”, por su parecido físico con el jefe de Pedro Picapiedra. Y por alguna razón, alguien empezó a referirse a “Piroño” como “Piroño Batichica”, algo que lo irritaba mucho. Los jovencitos le gritábamos el nuevo nombre al verlo, para correr y reírnos cuando respondía con insultos.

No recuerdo las fechas, pero años después, fallecieron. Una lástima que, en lugar de demostrar aprecio, la impresión que diéramos fuera de ausencia de respeto. La adolescencia puede ser una etapa muy estúpida. Ya ese error no lo puedo enmendar. Quizás sea el castigo que merezco.

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Los cines de barrio –o cines independientes– continuaron desapareciendo. Desde los 80, y más aún en los 90, el fenómeno del VHS los obligaba a ofrecer estrenos. Cuando una película es nueva, la mayor parte de los recaudos pertenece al distribuidor. Si los cines de barrio ofrecen estrenos, el margen de ganancia es muy poco, y por tanto no pueden ofrecer el precio bajo, y pierden su atractivo como entretenimiento accesible para la familia.

El Roosevelt se mantuvo en lucha, y en 2004 decidieron remodelar para dividirlo en dos pantallas. La enorme sala de mis recuerdos desapareció. La ventaja fue que la susodicha salida de incendios quedó ahora en un pasillo fuera de sala.

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Ya llevaba décadas fuera de Roosevelt, pero aún visitaba la sala con mis hijos, aunque con una frecuencia baja. La abundancia, y conveniencias, de las salas nuevas, en particular con los asientos estilo estadio ofrecía un atractivo muy grande. Para mí, el valor del cine Roosevelt es que pertenecía a las comunidades de Roosevelt, Baldrich, El Vedado y otras aledañas.

Cuando supe que cerraría el 23 de septiembre, decidí dar una última visita. En la noche del sábado 18 de septiembre, disfruté mi última tanda en el Roosevelt.

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Estas circunstancias, aumentan la nostalgia en el afectado.

Cuando entré al cine, recordé que el baño de varones quedaba a la izquierda, cerca de la calle (ahora está en otro extremo del lobby). El urinal quedaba muy alto, así que, para los niños y los hombres desgraciados en estatura, siempre había un bloque de cemento en el piso.

En el fondo del lobby, solía estar el mostrador para comprar dulces y “pop corn” (ahora se encuentra a la derecha). En la vitrina siempre tenían “Chuckles”, supongo que le encantaban al dueño, porque nunca vi a nadie ordenarlos. Detrás, lucían siempre muchos afiches de próximas cintas (recuerden que se presentaba varias películas a la semana). Recuerdo haberme interesado por una llamada “Mako”, parte de la fiebre de películas sobre tiburones. El “pop corn” era un solo tamaño: tu bolsita personal con cara de payaso, como en un circo.

Fui con mi hija a nuestra sala. Los descansabrazos no tienen portavasos, como en salas modernas. Me recordó mis años de juventud, cuando había que compartir esa parte del asiento con un desconocido, y uno luchaba disimuladamente en reclamo para su brazo.

La película era de Marvel. La imagen y el sonido estaban sensacionales, el equipo técnico lo han mantenido actualizado. Me percaté que no he apreciado esta mejora en el cine, en que las imágenes se ven bien definidas. Ahora es digital, pero antes era con rollos de película, las cuales ya habían corrido por los cines de “estreno” cuando llegaban a cines de barrio, como el cine Roosevelt. Era usual que una porción de la cinta estuviera descolorida, que tuviese “rayasos” en la imagen, y que la calidad se estropeara poco antes de cambiar el rollo, lo cual identificábamos porque aparecía un círculo blanco en la parte alta de la pantalla.

La película estuvo buena. Una vez finalizada, salí del cine, terminando mi relación de cincuenta años con el Roosevelt.

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Todo cambia.

Claro que es mejor que haya más alternativas para ver películas, pero lamento la emoción de conseguir un cine donde la presentaban. Me alegra que haya estos estrenos gigantes, pero añoro cuando el éxito de una película se debía a su larga vida por los consejos de boca en boca, y no por una buena campaña publicitaria. Sobre todo, extraño cuando una comunidad se reunía a vivir la misma experiencia, a la vez, en una sala de cine.

Pues sí, todos sabíamos que algún día el Roosevelt terminaría. De la misma manera que sabía que “Rocky” perdería. Aun así, cuando “Rocky”, con la cara llena de golpes, llama a gritos a la persona que ama, los ojos se me llenaron de lágrimas. Como me ocurre cuando lo recuerdo. Como me pasara cuando recuerde mis tardes y noches de Cine Roosevelt.

1 Comments on “Mi última tanda en el Roosevelt”

  1. Gracias.
    – De un aún joven de Roosevelt que gritó Piroño Batichica y guardó hace como 15 años una bolsita usada y salada de payaso porque sabría que algún día le traería una nostalgia indescriptible.

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