Cuqui y el futuro escritor

Finalmente, ocurrió lo que más temía: La maestra me mandó a la oficina del cura. Para mí, esto era descabellado: El Padre Martín me mencionaba, por nombre y apellido, en su clase de sociología, como el ejemplo de un buen católico. Pero, vamos, no merecía la culpa de lo ocurrido: Ella fue quien me pidió que participara en clase.

Arranqué muy adelantada esta historia. Debo comenzar el año previo: Cuando Cuqui llegó como maestra nueva de español al Colegio La Merced y -entre estudiantes preocupados por “parties” de marquesina, ansiosos por ver si Brooke Shields se desnudaba en “Endless Love”, comentando la telenovela “Modelos S.A.” y acaparados por “Menudo” – pretendía que nos apasionáramos por “El Cantar del Mío Cid”.

***

Cuqui no se llamaba Cuqui. Se llamaba Josefina Irizarry, o simplemente “Miss Irizarry”, título que prefería, presumo que para lograr establecer un respeto de parte de los estudiantes, ya que era muy joven, quizás diez años mayor que nosotros. El “Cuqui” fue mi culpa; bueno, no fue creado por mí, pero lo descubrí cuando me fue confiado por un estudiante de la escuela en que ella ya había trabajado como maestra. Usé el nombre, de manera muy casual en clase: “Tengo una duda, Cuqui…” y no me brindó tiempo de completar la pregunta inventada, pues ella brincó y me ripostó -con sorpresa y enojo- “¿Cómo me llamaste?”, lo cual le dio la señal a toda la clase de que ese sería su nombre desde entonces.

En cambio, ese tipo de invasión personal le molestaba menos que si se metían con los clásicos.

Tras varias semanas de clases invertidas en la discusión y análisis del Cantar del Mío Cid, declaré que “es una porquería”. Molesta -ella hasta había gestionado para que nos presentaran la versión fílmica en mi amado Cine Roosevelt- intentó que mi cerebro de quinceañero lo pusiera en contexto de los tiempos. Entonces aclaré que “antes fue una porquería; sigue siendo una porquería, y lo seguirá siendo en el futuro venidero”.

Entonces, por primera vez -y en lo que se convertiría en un ritual de al menos una vez a la semana- me botó del salón.

Este tipo de enfrentamiento definiría mi relación con la maestra de español.

***

Hablando de contexto: permítanme presentarle mi versión de esa época.

Durante mis primeros años de estudio, fui lo que se consideraba un mal estudiante. Las amistades de mi familia tenían hijos en el Cuadro de Honor. Por otro lado, yo estaba en el Círculo de la Deshonra. Entre mis traumas más marcados, recuerdo una fiesta de Navidad en que los allegados de mis padres hablaban de las notas de sus hijos, y mi madre mintió sobre mis resultados académicos. Fui a corregirla, pensando que era un error genuino, pero la manera en que me mandó a callar, indicaba que se trataba de bochorno genealógico. Mi madre no quería que pensarán que era bruto, como si fuera algo que pudiese disimular fuera del aula.

La historia por la que los llevo trata de la importancia de los maestros, así que permítanme arrimar un momento a Cuqui, para mencionar a Missy Pascual.

Cuando cursaba octavo grado, me enfermé varios días, y no pude asistir a la escuela. No teniendo nada mejor que hacer, me puse a leer el libro de química. Recuerdo que era sobre el mol, y otras unidades de masa molecular.

Ya de regreso a la escuela, era el único estudiante contestando preguntas en clase.

Missy Pascual hizo una pausa para indicar: “Debiera darles vergüenza. Alexis no estuvo en ninguna de las clases, y sabe el material mejor que ustedes”.

No es exageración cuando se habla del poder de las palabras, sobre todo en criaturas que se encuentran en desarrollo. En ese instante, descubrí algo transformador: “Carajo, no es que sea bruto; es que no estudio”.

Percatándome de mi potencial, fui mucho más disciplinado en estudiar, y pude llegar hasta universidad y ser ingeniero (un ingeniero bruto, porque la mayoría de los ingenieros somos brutos pero, es preferible ser bruto con título). Mejor aún: Ahora mi madre decía en las fiestas que “Alexis es ingeniero”. By the way, al igual que cuando mentía con mis notas, nadie le hacía caso. Hubiera logrado más atención diciendo “este muchacho es burro con cojones”, o “este mamao es un fracasado”; esas son las historias que le gusta al prójimo.

A dónde voy con todo esto: Tuve una etapa de transición, pues asumiendo el personaje de “estudiante bruto” que me había creído, era también lo que muchos conocen como “un hijuelagranputa”. Los cuentos de esta faceta particular no suelo compartirlos porque, a pesar de que me he perdonado por la ignorancia de esa edad, aún cargo vergüenza de algunas de mis acciones.

Me convertí en un estudiante destacado por dos extremos: tanto por buenas notas, como por conducta reprochable.

***

Mis encuentros con Cuqui durante décimo grado fueron tantos que apenas recuerdo algunos. En su mayoría, eran chistes inocentes, como el siguiente:

Cuqui: “Zahira, di una palabra onomatopéyica”

Zahira: “Susurro”

(NOTA: Si acaso usted es bruto, o puede que no lo sea pero alguien como Missy Pascual no se lo ha indicado, sepa que una palabra onomatopéyica suena como el efecto al que se refiere)

Cuqui: “Alexis… una palabra onomatopéyica”…

Yo: “Diarrea”

(Silencio de análisis)

Cuqui: “Diarrea no es onomatopéyica”

Yo: Pero churras sí: “¡Chuuu!” (aquí gesticulo con mis manos, para que visualicen la mierda cayendo como proyectil) “¡RRAAASSSSS!” (extiendo mis brazos con manos abiertas, para que imaginen el reguero cuando choca contra el agua).

Entonces, me tocaba salir del salón, y pasar el resto de la clase en el pasillo.

***

El primer día de grado once, Cuqui me llamó aparte. Allí en su escritorio, me habló como si yo fuera un adulto con madurez. “Alexis, quisiera que este año nos lleváramos mejor”, me dijo con mucho respeto, sin ápice de rencor por mis frustrantes interrupciones a su clase. Yo me sentía adulado de que me tratara como un adulto; el problema es que no tenía la madurez.

Ya en la semana siguiente, me estaba expulsando del salón.

Me sentía fuera de sitio. El grado lo dividieron en grupos distintos. En un salón hogar, estaban todos los estofones. Estos eran los llamados Grupo A, en honor a la nota esperada. Esta segregación permitía que aprovecharan las clases, pues había otro grupo con los casos perdidos, aquellos de conducta incorregible que no tenían interés por el conocimiento, que era el Grupo C. El otro grupo (el B, solo lo aclaro por si hay algún ingeniero) lo componían los tibios que no encajaban perfectamente en ninguno de esos extremos. La cosa es que, aunque mi conducta era afín con el C –donde se encontraban mis amigos cercanos durante años previos– mis notas me encajaron en el grupo A, que eran muy buenos en conducta pero, exactamente, ése era el problema. Ahora todo lo que hacía, lucía más, por contraste.

En una ocasión, Cuqui me botó del salón. El grupo del salón vecino estaba en su hora de educación física, donde los estudiantes practicaban las destrezas de esconderse en las escaleras detrás de la cancha para fumar pasto. Aburrido, comencé a sacar sus pupitres y apilarlos frente las dos puertas del salón donde Cuqui estaba dando clases. Mi plan era que no pudieran abrir las puertas. Cuqui sintió el incesante ruido, hasta que abrió la puerta y… no pasó nada, porque la puerta abría hacia dentro del salón. Me miró fijamente, mientras yo me quedé paralizado con un pupitre sobre mi cabeza, sin la más mínima posibilidad de un buen pretexto.

Así pasaban las semanas. Hasta la clase de las oraciones sin miembros.

***

De alguna manera, a pesar de los cuentos que estoy compartiendo, el cura que administraba el Colegio La Merced, me consideraba ejemplar. Quizás es que, para aquellos tiempos, era católico practicante, y asistía a su misa todos los domingos donde, debo señalar, nunca me encontraba a mis compañeros de clases. Por otro lado, mis maldades eran, en cierta manera, inofensivas (en su mayoría). La gente confunde los distintos tipos de maldad. En el año “senior”, le pintaron el carro a uno de los maestros, y por décadas varios compañeros insisten en creer que fui el culpable. Jamás dañaría intencionalmente la propiedad de alguien. Además, una “maldad” debe tener gracia, y pintar un carro con palabras insultantes, no la tiene. Una “maldad” sin humor es exactamente eso: Maldad.

El aprecio del Padre Martín era mi protección contra mis maldades sin maldad.

***

Una oración sin miembros es una oración que no tiene sujeto ni predicado de manera explícita. Por ejemplo: “Lloverá” no puede dividirse de la manera descrita.

Cuqui me ordenó que dijera una oración sin miembros.

“Ellos castraron vilmente al toro” –leí, según había escrito en el manual de ejercicios.

Segundos de silencio.

“Eso tiene miembros” –me señaló.

“No” –aclaré– “Acabo de decirle que se los cortaron”. Acompañé mi explicación con una pantomima en la que tiraba del escroto del toro con la mano izquierda, mientras que con la derecha daba un corte degollador a la bolsa.

De nuevo, silencio. Cuqui estaba registrando la seriedad de mi respuesta, ya que no me había temblado la voz.

Mis compañeros del grupo A intentaron no reírse. Algunos bajaron la cabeza, pero se escaparon los sonidos de trompetillas por risas mal aguantadas.

“Sal de aquí” –me condenó, como otras muchas veces, y entonces añadió: “Y no regreses sin excusa del Padre Martín”.

***

Esperé en el pasillo, como acostumbraba durante mis exilios. No apilé pupitres, ni nada parecido. Cuando terminó la clase, fuí hasta donde ella, expuse mis disculpas, yle rogué que no me enviara con el Padre.

Con todo y que ya le había fallado, me dio la oportunidad.

Esta vez duré unas semanas. Cada estudiante debía formar una oración con las palabras de un dictado. Maldito destino: Me tocaba “grajear”.

“La maestra grajea” –fue mi oración.

“¿Qué dijiste?” –preguntó para asegurarse.

“Grajear es el ruido que hacen los pájaros, y hay maestras que suenan como aves” –ya estaba preparado con mi defensa.

Entonces Cuqui, quien siempre luchó por el trato respetuoso, decidió hacer una merecida excepción y me respondió:

“Grajea tu abuela”.

***

De algún modo, sobreviví el grado sin caer en la oficina de Padre Martín, lo cual quizás me convenía, pues así me hubieran bajado al grupo C con mis claque. Pero, ¿quién sabe? A lo mejor descuidaba mis estudios y me dedicaba más a disfrutar de la mala conducta, y mi madre hubiera tenido que seguir mintiendo sobre mí en las fiestas de Navidad.

La paciencia de Cuqui me salvó.

Ya en cuarto año, nos tocaba otra maestra de español (quien tenía una iguana –cuando esto casi no se veía- llamada “Amaranta”, en honor al personaje de “Cien Años de Soledad”). Ahora todas las conversaciones giraban en encontrar ofensa en toda creación artística, y dedicaba la clase a advertir que El Gran Combo fomentaba la vagancia, y que Wilfrido Vargas insultaba a los negros con su canción “El africano”.

De pronto, extrañaba la apertura de Cuqui, quien discutía selecciones de la colección “Cuentos Puertorriqueños de Hoy”, sin decirnos cuál debía ser la conclusión.

***

Desearía haber pasado menos tiempo fuera del salón de clase, pero merecía esos ratos en el pasillo. He podido percatarme de que Cuqui no me estaba castigando. De así quererlo, las oportunidades sobraron de derribar mi “standing” con Padre Martín. Me estaba sacando del salón para el beneficio de los demás estudiantes. Si no estaba dejando que se aprovechara la clase, lo justo para los compañeros, era removerme para que ellos pudieran aprender de “La Carreta”, “Fuenteovejuna” y otras muchas obras que nos presentó.

Su intención siempre fue la del respeto. Era la manera en que se expresaba siempre, era lo que esperaba a cambio.

Cuqui daba la clase con amor a lo que compartía. Debe ser sumamente frustrante completar los estudios académicos en pedagogía, llegar con la ilusión de ayudar a los jóvenes a aprender, y que lo que se encuentre sean burlas, y un desprecio al material que con tanto compromiso quiere darnos. Caramba, los estudiantes somos los que vamos a recibir, pero perdemos la oportunidad, como la desperdicié en gran manera, teniendo tan excelente maestra.

***

Me encontré a Cuqui muchos años después. Ya era ingeniero, y tenía mi columna de ensayos de humor en el periódico Primera Hora. Ella fue quien me reconoció –presumo que por mi foto en la prensa– y se acercó a mi mesa en La Terraza de Plaza Las Américas. Estaba idéntica.

Sentí cierta vergüenza, pues recordaba nuestros encontronazos, pero ella se comportó como si nada de eso hubiera ocurrido. Entonces me dijo algo que me impactó:

“Estoy tan orgullosa de haber sido tu maestra”.

Resulta que era fanática de mi columna “La vida misma”, y que sentía que valía la pena su esfuerzo, porque había salido un escritor entre sus estudiantes (inclusive, no soy el único).

Redención: Sin saberlo, hice feliz a Cuqui.

***

Cuqui continuó su pasión por el español. Se movió a profesora universitaria. Fue colaboradora de la Academia Puertorriqueña de la Lengua Española. Fue a la reunión de 30 aniversario de nuestra clase. Era amiga de varios compañeros, y en su página de Facebook, seguía compartiendo errores comunes de la lengua, uso correcto de algunos vocablos, y otras lecciones para que nunca dejáramos de aprender. En ocasiones, me corregía usos inadecuados en mis posts.

Y falleció el martes 25 de enero.

La noticia me alcanza dos días después, y además de llenarme de una tristeza enorme, me siento atormentado.

La parte de la tristeza debe entenderse sin necesidad de explicación. La parte de “atormentado”, se refiere a la frustración que siento. Y es la frustración con el desprecio a la educación, al arte, a la literatura, a la lengua, a nuestro vocabulario, a nuestra historia. Hay desprecio al intercambio de ideas, y más que nada, hay desprecio al respeto. Todas estas cosas, Cuqui las trataba como pilares esenciales de la vida y el trato humano.

Puedo entender que ella veía en mí un adolescente malcriado, pero aun así, me hacía parte de la clase siempre, aunque yo no supiera aprovechar esa atención. Cuqui resaltaba lo positivo, y no humillaba el error, sino que corregía con el gusto de un maestro que ha identificado una oportunidad. Así como Missy Pascual identificó en mí un potencial que yo ignoraba.

***

Si he cambiado en actitudes desde entonces, también he cambiado de creencias religiosas. Digamos que ya el Padre Martín no estaría orgulloso de mí. Pero voy a pensar, por alivio temporero, que sobrevivimos a nuestros cuerpos, y que Cuqui puede leer mis letras.

Solo necesito que lea una palabra, que nunca usé hacia ella. Esperen, esto es peor: que nunca usé hacía algún maestro…

“Gracias”.

Disculpe que no lo dijera cuando debía. Es que soy bruto, hasta mi madre lo sabía. Buen viaje, Cuqui. Perdone lo confianzudo. Arreglemos esto ahora: Buen viaje, Miss Irizarry.

Aquí la paciente maestra que se impacientaba conmigo
Merecedor de pescozadas

7 Comments on “Cuqui y el futuro escritor”

  1. Diantre Alexis. Muchos que la molestamos y al final ella siempre orgullosa de sus estudiantes. Despues de adulto coincidimos y estubimos hablando mucho y recordando esas anecdotas. La maestra de la Iguana claro que me acuerdo de ella. Cuando llegamos a 4to año ya no estaba. Pero Cuqui si estubo muchos anos alli. Me cojio tambien de sorpresa el fallecimiento de ella ya que la semana pasada habia posteado en su FB. Un abrazo y sabes quien soy. CLM87

    Me gusta

    • Excelentes palabras.. recuerdo de ella cuando entraba y preguntaba quienes tienen el libro??? Y todos los tirábamos debajo del escritorio para que nos enviara a la biblioteca!!! Clase 83 .. Que descanse en Paz❤️

      Me gusta

  2. Hermosa historia que retrata la personalidad de mi comadre. Su fallecimiento coincidió con la visita del Rey de España a PR, ella hubiera seguido todos los pormenores de la misma, pues España era su segunda patria. Nunca es tarde para agradecer su impacto en la vida de otros, el mejor homenaje se rinde con las acciones a favor de la lectura, escritura y excelente manejo del idioma. Alexis, gracias por compartir esos recuerdos.
    Dra. Ibis Rodriguez

    Me gusta

  3. Gracias por dedicar este escrito a mi apreciada colega y amiga Cuqui. De seguro que, pese a la frecuencia con que tenía que sacarte del salón, aprendiste mucho en su clase y ella lo sabía, Alexis Sebastián Méndez. También me siento muy triste por su partida.

    Me gusta

Replica a Charlie Cancelar la respuesta